lunes, 22 de febrero de 2016

UNA CAZUELA DE FIDEOS CON COSTILLA Y MÁS COSAS...













Juan Penumbra es un degustador compulsivo de guisos de cuchara, No desprecia nunca unos garbanzos bien cocinados, un buen estofado o unas lentejas con todos sus sacramentos. De este capítulo culinario forman parte esos platos a base de fideos o pasta corta que se comen con cuchara y que tienen un alma profunda llamada sofrito, que algunas veces abriga una cantidad suficiente de trozos de costilla, unos trozos de panceta o bien pulpo, sepia o calamares. Los fideos gruesos macizos son una herramienta indispensable para que estos guisos tengan personalidad y empaque; verter una bolsa de fideos de cabello de ángel es una opción que si bien es respetable no hace más que deslucir y diluir las marcadas personalidades de la base del guiso y provocar un galimatías de texturas que vuelve majareta al comensal. Cada cosa en su sitio, señores y que con cada cucharada que metamos en la boca, seamos capaces de identificar qué es lo que hemos pescado en este viaje al fondo del plato.
Los guisos de cuchara son eclécticos por naturaleza, admiten casi todo y no les es extraño casi nada. Por algo, estos guisos son parte integrante de lo que conocemos con el nombre de cocina pobre o cocina de aprovechamiento, al criterio de ustedes lo dejo, lo importante es que nos entendamos.
Llegada la temporada de las alcachofas, no le viene mal al guiso un par de ellas debidamente cortadas e introducidas en el puchero en los últimos diez minutos de cocción con el fin de que no se desintegren. Unos guisantes que nos sobren tampoco le molestan a la costilla y si nos quedamos cortos de fideos, no es un disparate trocear un par de patatas y añadirlas al conjunto. De igual forma, un par de puñados de arroz también nos pueden salvar la papeleta; lo más importante además de que el guiso esté a la altura, es que nadie se quede con hambre. Ni qué decir tiene que cocer los fideos con un buen caldo de puchero o un fondo de carne, da al conjunto una nota de sabor que a buen seguro, hará las delicias de quienes nos acompañen.
La costilla de cerdo no sé qué tiene que me vuelve loco, no me cansaría de incorporarla a muchas recetas que andar un poco cojas de elemento porcino, sin embargo, las salchichas de cerdo unidas a la costilla elevan la categoría del guiso y más si hay niños en la casa.
Para que esta guiso brille con luz propia, conviene no escatimar ingredientes. El tomate debe ser abundante y natural si puede ser, cebolla tampoco le debe faltar, sin olvidarnos del ajo; un pimiento verde troceado seguro que entabla una amigable relación con el resto de ingredientes. La hoja de laurel y un poco de perejil picado no le va nada mal al conjunto de elementos botánicos.
En esta ocasión Juan Penumbra ha invitado a doña Elena Francis, al inspector Méndez y al mismísimo Pablo Iglesias con los que durante la sobremesa debatirá sobre temas de actualidad. No se sabe si acudirá a la cita el librero Domingo Benito que se está reponiendo de un percance.
Recuerda Juan Penumbra un arroz caldoso degustado con una buena amiga a la orilla del mar. Era un arroz con galeras y pulpo. Una exquisitez que en cualquier caso se veía eclipsada por la belleza de la amiga de Juan Penumbra.


miércoles, 20 de enero de 2016

UN ARROZ CON CARACOLES Y MÁS COSAS...





Mientras la televisión retransmitía la constitución del nuevo parlamento, la periodista que narraba el acontecimiento no perdía oportunidad de dar cancha a los detractores del gesto de la diputada Bescansa, que había acudido al pleno llevando a su retoño.

Juan Penumbra dijo para sí que esa gente de Podemos, son unos cantamañanas caprichosos que se toman a cachondeo cosas muy serias. Pensaba esto mientras picaba una cebolla morada sobre la tabla. Previamente había picado un par de dientes de ajo y en un plato hondo tenía tomate recién rallado. Todo este compango, daría provechosa vida a un sofrito de esos que llevan un par de horas de paciente atención y vigilancia.

Cocinar un buen arroz requiere atención, paciencia y un alarde de conocimientos y experiencia, que únicamente se adquiere delante de los fogones y tomando buena nota de los fracasos culinarios. Por lo demás, cuando se emprende la elaboración de una nueva receta en la que intervienen los caracoles, todo esmero se queda corto.



Recuerda Juan Penumbra un arroz que cocinó y compartió con el inspector Méndez y su amigo Francisco González Ledesma que ya no está entre nosotros. Aquel ágape fue memorable por lo que se comió y se bebió, por las confesiones y confidencias provocadas por el buen clima y los vapores del vino y del brandy.

Un arroz con caracoles no es moco de pavo decía siempre el malogrado González Ledesma, mientras que a su lado asentía Méndez con gestos de aprobación, que para esta ocasión, se había afeitado y cortado el pelo.

Costilla de cerdo cortadita en trozos pequeños, butifarra troceada y un sofrito de larga factura… poca broma.

Para estos casos revestidos de cierta solemnidad culinaria, Juan Penumbra ponía especial cuidado en la realización del caldo con el que se cocería el arroz. Para este caso, horneó ligeramente la parte botánica y animal para que cogiera color y seguidamente lo puso a hervir junto a un manojo de hierbas aromáticas y un generoso chorro de vino tinto.

La larga elaboración del sofrito, provocaba en Juan Penumbra una sequedad de piel y mucosas que requería una rápida rehidratación a base de cerveza fría que iba bebiendo mientras vigilaba la olla en la que se cocían los caracoles. Ya solo faltaba que llegaran los invitados para abrir otra cerveza y a continuación siguiendo el método alicantino, comenzar el penúltimo acto de una gran obra. Mientras mareaba el arroz en la paellera junto al sofrito para que se hermanaran ambos elementos, Juan penumbra pensaba sin perder concentración, en las personas con las que había compartido mantel, también se recreaba en pensar cómo hubieran sido algunas comidas que no llegaron a producirse; todo ello originaba la formación de fenómenos tormentosos en su mente que procuraba ahuyentar con pensamientos positivos.





Finalizado el hermanamiento del arroz con el sofrito, la costilla y la butifarra, era el momento de echar el fondo de carne en la proporción adecuada y a buena temperatura. Entre buchito y buchito de cerveza, Juan Penumbra departía cordialmente con sus invitados que a distancia no perdían detalle de las evoluciones del cocinero, que en este momento movía la paellera imprimiendo unos movimientos circulares a la misma con el fin de repartir el arroz por toda la superficie del fondo, llegados a este punto, era el momento de echar los caracoles procurando que quedaran dispuestos de forma regular, sin amontonarse y para ello, removió la paellera de nuevo agarrando las asas y girando suavemente.

En esta ocasión, Juan Penumbra había invitado a comer a su amiga Virtu que venía acompañada de su nueva pareja. Virtu, gran cocinera, sabía estar en la cocina de Juan sin decir ni pío. Virtu apreciaba sinceramente a Juan Penumbra y valoraba su amistad. No era raro ver a Juan Penumbra en la cocina de Virtu probando algún que otro guiso  que Virtu quería incorporar a la carta de su restaurante. Ambos se conocían bien y cada uno respetaba el espacio del otro.

Llegado el momento en que el arroz estaba ya listo, Juan Penumbra propuso darle unos minutos para que reposara y mientras esto sucedía, llenó unas colpas con cava bien frío proponiendo un brindis a la memoria de Francisco González Ledesma. Pasados unos cinco minutos, el arroz estaba listo para comer y Juan no perdió ni un minuto más, comenzando a servir sendos platos a sus amigos.

El humeante arroz, estaba en su punto de cocción, con el grano suelto y seco. Pronto comenzó el capítulo de alabanzas al arroz y algunas miradas de soslayo dirigidas a la paella, calculaban si había opción a repetir. No debían preocuparse, Juan Penumbra era previsor y tenía siempre en cuenta esa posibilidad.

Para acompañar el arroz y los postres, Juan Penumbra tenía en un cubo con hielo unas botellas de cava brut nature que entraba muy bien. Los postres consistirían en un roscón de hojaldre relleno de crema pastelera. Una más para recordar.

Buen provecho.




martes, 5 de enero de 2016

PATATAS CON PULPO, UN MAR Y MONTAÑA





















 


El plato que lleva esta coletilla se nos antoja una elaboración culinaria realizada con productos de mar con valor añadido o dicho de otra manera, de precio elevado.

No es extraño ver en las cartas de ciertos restaurantes que nos ofrecen un mar y montaña elaborado con cigalas y pollo de corral, tampoco es extraño encontrarnos con platillos a base de langosta y pollo o langostinos con conejo.

El periodista experto en temas de gastronómicos Luís Bettónica no era partidario de la combinación o unión forzada de pollo y langosta u otro marisco, sostenía Bettónica que el pollo mostraba incomodidad por estar frente o al lado de una langosta y que ambos deseaban volver a su lugar de origen. No comparto este criterio y creo que el afamado gastrónomo Xavier Domingo tampoco lo compartía

Yo propongo un mar y montaña austero, propio de pescadores y hogares proletarios y menestrales. En este mar y montaña solo hay un elemento del reino animal: el pulpo. Este cefalópodo que comparte puchero con otro compango que aunque pobre, es un digno representante botánico que ha contribuido a la largo de los siglos a quitar mucha hambre, me refiero a las patatas.

El pulpo guisado o estofado con patatas, es un manjar para paladares promiscuos que estén de vuelta de muchas cosas, que después de deleitarse con un hígado de oca o de pato o unas croquetas a seis euros la unidad en restaurantes de postín, regresan con disimulo a los figones o comederos a degustar lo de toda la vida, lo que en definitiva forma parte del imaginario de sabores salvíficos de unas cuantas generaciones.

Esta receta de pescadores, pasó de elaborarse en un perol mar adentro con un fogón alimentado con carbón de encina que cumplía también la función de calentar las manos de los sufridos hombres del mar. Decía que esta receta ha pasado de la barca que a merced del oleaje ayudaba a trabar el guiso y espesarlo por el repetido choque de las patatas entre sí, a la firmeza del suelo de la cocina, dónde experimentadas manos lo han cocinado muchas veces y siempre con finalidad de alimentar a muchos con poco dinero. Todo lo que admite pan para ser comido es un bálsamo para la tranquilidad de quien tiene la responsabilidad de dar de comer  a muchos o unos cuantos. 

Los pulpos con los que he cocinado esta receta no son grandes, a lo sumo tendrán una longitud de veinte centímetros, tampoco se trata del pulpito menudo que cocinamos en verano en una sartén añadiéndole un puñado de ajo y perejil picados con un chorro de vino blanco. Esto es otro cantar del que hablaremos en otro momento.

Conviene disponer de una patata de calidad, que no haya pisado una cámara frigoríca, hecho que hace alterar su sabor. Néstor Luján, el mataronés experto en yantares, abominaba de esas patatas servidas en bolsas de tres o cinco kilos que nadie sabe de qué parte del mundo proceden. Decía Luján que había dejado de comer tortilla de patatas por este motivo.

 

Las patatas que he utilizado son de proximidad, de la variedad Red Pontiac; conozco a la persona que las cultiva y francamente nada tiene que ver con las que uno puede comprar por ahí.

La patata de la variedad Red Pontiac, roja y de un tamaño aceptable, me ha proporcionado excelentes resultados para este tipo de guisos.

Primeramente, he elaborado un sofrito potente, con enjundia cebollera y tomatera, porfiando hasta el límite en los modos y maneras. He añadido una puntita de guindilla y junto a la cebolla picada han ido entremezclados unos cuatro dientes de ajos pedroñeros bien picados. El tomate maduro rallado, natural por supuesto, en una cantidad suficiente para que el sofrito no parezca flojo.

Para no perder tiempo, vale la pena preparar los ingredientes antes de iniciar el guiso, preparando todo lo necesario previamente.

Los pulpos no llegaban al kilo, bien limpios y enteros. En el fondo de la cazuela, antes de preparar el sofrito, he vertido una jícara de aceite de oliva virgen extra, a continuación los pulpos y seguidamente, he acercado la cazuela al fuego tapándola; la he tenido en la lumbre por espacio de unos diez minutos a fuego medio. Acto seguido, he retirado los pulpos y los he reservado, y en el mismo aceite he elaborado el sofrito.

Culminado este proceso, he obsequiado al sofrito con un chorro de vino blanco que he hecho evaporar, para a continuación, echar las patatas troceadas, inundando la cazuela hasta cubrirlas con agua caliente. A media cocción, he añadido los pulpos y he corregido la sal. La cocción se ha prolongado por espacio de treinta minutos para lograr que la salsa se trabe y las patatas hagan amistad con el pulpo. No hay que olvidar nunca que a estos guisos de cuchara les gusta el laurel, por lo que recomiendo encarecidamente que tengamos siempre a mano una rama para surtirnos de una hojita siempre que convenga.

Estos guisos están más ricos si han reposado, por lo que aconsejo cocinarlos el día anterior. Una cucharada de “all i oli” disuelta en el plato acaba de darle el toque final al guiso. Hay que proveerse de pan y vino suficientes.

Que aproveche



martes, 15 de diciembre de 2015

TERNERA CON SETAS. NADA QUE ESCONDER, NADA QUE NO SE PUEDA COMPARTIR...


.

No conviene vivir de espaldas al tiempo pasado, saber de dónde venimos, qué hacían nuestros antepasados, qué comían, cómo se divertían, qué pensaban...

Sólo así podremos encontrar alguna explicación a lo que somos ahora y salir de nuestro agostado asombro.

No dejemos de preguntar, estudiar y hurgar para tener conocimiento del pasado.


Parece ser que el sábado es el día habilitado para pertrechar la despensa y la nevera y yo que para esas cosas soy muy tradicional y hasta conservador, me dedico plenamente a esas labores.

Con pose de avezado explorador de viandas, me acerco a las paradas del mercado y con adusto ademán rechazo las conminaciones a la compra de alguna vendedora. Ya van conociéndome...

El sábado pasado fuera de los dominios del mercado, encontré una carnicería en la que se exponían carnes de aspecto interesante. Me incliné por comprar un trozo de ternera de la parte del cuello que además de económico, es muy tierno y sabroso.

Camino de mi casa contemplé la posibilidad de cocinar un interesante plato de la cocina italiana a la que admiro, me refiero al “vitello tonnato”. Muy pronto deseché la idea, esta preparación requería un prolongado marinado de la carne y se me ocurrió que quizá la salsa que lo debe acompañar es demasiado rica en grasas. Por ello me decanté rápidamente por una fórmula que derrocha empirismo por los cuatro costados.

Al entrar en la cocina, la olla a presión me saludó desde su rincón en la estantería con el inconfundible ruido que generan las tapas de olla a presión antes de caer.

Uniendo la acción al pensamiento descolgué la olla a presión de su retiro estival, le di un repaso con "mistol" bajo el chorro de agua secándola posteriormente  con sumo cuidado. Mientras esto sucedía, las ideas se agolpaban en mi sesera en la sección yantares y cocineos.

 A ojo de buen cubero, calculé si el trozo de carne atada con bramante cabía en el fondo de la olla, decidí que así era. Acerqué la olla al fuego, le eché un chorro de aceite del bueno, dejé que se calentara sin humear; mientras salpimenté la carne y acto seguido la deposité en el fondo de la olla con la intención de dorarla. Conseguido esto, añadí un manojito de hierbas, cebolla, ajos y una generosa ración de vino blanco de Gandesa de probada virilidad; pensé que un vaso de agua del grifo le vendría bien si le daba sed y lo añadí sin dudar.

Tapada la olla, le di fuego hasta que el odioso silbato comenzó su tortura auditiva, bajé la intensidad del fuego y dejé transcurrir media hora, apagué el fuego y me acosté.

Al día siguiente, destapé la olla y un olor agradable golpeó mis meninges. Comprobé la jugosidad de la carne, el punto de cocción y el punto de sal hundiendo un dedo en el fondo que seguidamente chupé sin piedad. Se me ocurrió que aquella salsita tan suave sería más feliz acompañada de unes setas, por lo que eché mano de un bote de boletus deshidratados y unes cuantas trompetas. Procedí a rehidratar las setas con agua templada, saqué de la olla los ajos y la cebolla que trituré y volqué de nuevo  sirviéndome de un colador chino. Ese añadido o segundo vuelco, dio más consistencia a la salsa y más sabor también. Las setas pedían paso y no las hice esperar, bien pronto notaron el calor del fondo de la olla y se hermanaron con los jugos de la carne, el espíritu de la cebolla y los ajos así como la muda presencia del manojo de hierbas.

La carne templadita se corta mejor,  por lo que había dispuesto una tabla y un cuchillo jamonero para filetear con acierto la pieza en cuestión. No le hice esperar, la fileteé y acto seguido con mucho cuidado la fui disponiendo sobre la salsa, los boletus y el manto de Lucifer. Le di un suave meneo apagué el fuego y después de rezar dos jaculatorias me serví una generosa ración.

Que les aproveche.

 

domingo, 30 de junio de 2013

BERENJENAS DE DOS O TRES MANERAS...



 
 
 

 
 
 
El gato de Juan Penumbra era negro, fino en sus movimientos y cariñoso hasta la desesperación. No tenía un nombre estable, unas veces se llamaba Valentino, otras Félix. Resulta difícil que un gato responda a un nombre, aunque hay nombres que le pegan a un gato como a un Cristo dos pistolas. Suena ridículo y excesivo llamarle hijo o prenda a un gato.
Este gato en cuestión tenía la capacidad de enternecer a Juan Penumbra hasta hacerle asomar las lágrimas, era tierno y parecía captar aquellos momentos en que uno necesita una caricia. No en vano, Juan Penumbra afirmaba cada vez con más convencimiento que cuánto más conocía al género humano más le interesaba el reino animal.
Era hora de decidir qué comprar y qué cocinar. Decidir, era una palabra y un concepto que en aquellos días estaba muy de moda en Catalunya. Se hablaba del derecho a decidir, del derecho a poder decidir, al inalienable derecho de los pueblos a decidir…Por el momento, Juan Penumbra en vista del panorama y del celo decisorio en que habían entrado las distintas faunas indígenas optó por decidir algo más simple, ocioso y terrenal: ir al mercado, tomarse un café, darse una vuelta y olisquear por las paradas.
Ciertamente, el café le había sentado como sientan los elixires energizantes, es decir, bien o muy bien, cobrando una presencia de ánimo que le permitió sortear con éxito los culos abultados y los codos puntiagudos y artríticos de las señoras que se acercan a las paradas abriéndose dejando una estela de lesionados.
A su pescadera de cabecera le compró unas sardinas que estaban en su punto tanto de grosor como de longitud. Es precisamente en primavera- verano cuando el pescado azul está en mejores condiciones ya que su nivel de grasas está más alto y hace que su carne sea más jugosa. En otra parada compró unas berenjenas con las que decidió (ya salió otra vez) cocinar un par de rectas con esa hortaliza como eje fundamental. Por este orden pensó y mentalmente ya comenzó su elaboración: Berenjenas a la parmesana, Berenjenas cordobesas, Berenjenas [así, en mayúscula] con tomate, albahaca, mozarela y orégano.
De vuelta a casa, Juan Penumbra compró vino y cava, no debía faltar el elemento etílico que actuara de catalizador y disolvente de esas viandas que iban cobrando hechura aunque de momento fuera en la mollera de Juan Penumbra.
Mientras cortaba las berenjenas en palitos cortos y las sumergía en leche para preparar esa versión de berenjenas fritas a las que se les da un toque con miel de caña, recordaba Juan a los que se fueron, a los que no están pudiendo estar y a los que están y preferiblemente para Juan, son perfectamente prescindibles y por lo tanto están sobrándole.
Por aquellos días a Juan Penumbra le venía a la cabeza de forma recurrente y tozudamente insistente el recuerdo de una entrevista televisiva a un profesor de un colegio público de una zona pobre y por lo tanto con escaso y limitadísimo poder de decidir, en que pintaba un panorama hiriente o que debería serlo para cualquier conciencia mínimamente civilizada y sensible. El enseñante se refería ni más ni menos al cotidiano hecho de que existieran niños que se desmayaran en clase por falta alimentación, a niños que rebuscaban en las papeleras restos de bocadillo que otros niños con más suerte habían desechado.
Cuando Juan Penumbra era niño, había sin duda mucha gente que pasaba serias dificultades para llegar a cubrir todos los gastos de una familia, no había para caprichos, no había para gastos superfluos pero a ningún niño le faltaba un plato en la mesa y un trozo de pan acompañado de algo para desayunar y merendar.
La gravedad de estas situaciones enervaban tanto a Juan Penumbra como el tratamiento informativo que esta situación debería tener y no se le daba, no mereciendo más que unos esbozos someros y sesgados con unos brochazos de barniz de moralina.
Juan Penumbra iba friendo las lonchas de berenjena mientras pensaba en esas cosas, en el berenjenal en que todos estábamos metidos y en lo bien que se lo han pasado y pasan los que nos han metido en este lodazal.
Disponía Juan penumbra una capa de berenjenas, encima una capa de jamón cocido y salsa de tomate para acto seguido espolvorear queso Emmenthal y parmesano, repitiendo esta operación hasta que se acabaran las berenjenas, culminando con una buena capa de tomate y queso. El destino final de la bandejita era el horno precalentado a 200º, en el que debería estar una media horita, hasta que el queso fundiera y la capa superior adoptara un color ligeramente tostado. De las sardinas y las berenjenas cordobesas hablaré en otro momento, Juan penumbra me ha invitado a tomar una copa de cava en su terraza y no me lo quiero perder, pues las invitaciones de Juan suelen ser espléndidas, no faltando buenos cavas, jamoncito y conservas vegetales elaboradas por él mismo y que no se encuentran ni en las mejores tiendas de delicatesen.

martes, 7 de mayo de 2013

MERCADO MUNICIPAL

 
 
 
 
 
 
 
El mercado municipal ofrecía un aspecto deprimente, la mayoría de los puestos que antaño cobijaban charcuterías, carnicerías dedicadas al cordero lechal, las pescaderías… por no hablar de los puestos en los que se vendía verdura fresca recién recolectada, unas patatas de excelente calidad y llegada la temporada, unas fresas que no necesitaban azúcar ni aditamento ninguno para hacerlas apetitosas.
El mercado al que Juan Penumbra acudía tenía en el frontispicio una lápida en la que anunciaba al público que se había construido en 1923. Curiosamente en aquel pueblo con título de ciudad, había otros edificios públicos que ostentaban una placa de similares características, el mercado, la biblioteca, las escuelas, la biblioteca y el matadero formaban parte un conjunto de obras realizadas durante los rigores keynesianos del general Primo de Ribera, que estaba al frente de la dictadura del mismo nombre, pero esa es otra historia.
Juan Penumbra recordaba ese mercado, de niño, en que acompañado por su madre solía visitar a su tía Esperanza que regentaba uno de esos puestos de verduras en los que se despachaban los mejores tomates de la zona y los rábanos más picantes de la comarca. Las pescaderas acostumbraban a llamar a las mujeres por su apodo o nombre de pila, cantándoles las excelencias de la sardina, el jurel o los pulpos con los que se podía preparar un exquisito guiso con solo unas patatas.
 No dejaba de resultarle triste aquel panorama tan desangelado, pues el ambiente de mercado obraba en Juan Penumbra efectos positivos sobre su humor. El mero hecho de andar de acá para allá fisgoneando, mirando y olisqueando lo que en las paradas se exponía, ejercía sobre la imaginación de Juan un efecto vitalizante que ponía en marcha su vena culinaria y creativa.
Pero no todo eran alegrías, Juan Penumbra tenía un carácter cambiante, voluble, que podía verse alterado por cualquier sacudida de nalga marujíl, por cualquier sutil amago de alteración del sacrosanto turno y vez. No solían faltarle motivos para contestar airadamente a una de esas señoronas que con la excusa de “solo era una pregunta”, intentaba quedarse con la merluza o el congrio con el que Penumbra acababa de entablar amistad a primera vista.
No tengo el día se dijo Juan Penumbra y optó por tomarse un café negro y corto, hecho y servido por la encantadora chica del bar que se ruborizaba sólo con decirle buenos días. A continuación recuperado el norte, entró decidido en el mercado y compró una berenjena, un calabacín, dos cebollas y seis tomates maduros para hacer un pisto ligerito. En la pesca salada (tiene bemoles el nombre) compró un cuarto de atún de una de esas gigantescas latas que suele haber en esas tiendas, también se hizo con un paquete de obleas para hacer empanadillas y huyó a paso de legionario a su casa, donde no había nadie y por tanto podía disponer de la cocina sin distracciones ni interrupciones. Para ello desconectó el teléfono fijo y puso en silencio su móvil. Un lujo asiático, vaya.
Después de lavar concienzudamente las hortalizas, peló las cebollas y las picó en brunoise, le siguió el pimiento y después el calabacín y la berenjena, llenando sendos recipientes en los que esperarían su turno para entrar en sartén, a saber, primero la cebolla, luego el pimiento, más tarde el calabacín y seguidamente la berenjena. Los tomates maduros picados y despepitados serían el último elemento botánico que serviría de broche de oro para tal sinfonía vegetal. Minutos antes de dar por finalizada la cocción, se rectificaría el punto de sal y se le añadiría un poco de pimienta negra del molinillo.
Mientras el pisto perdía temperatura, Juan Penumbra desmigó el atún y lo dejó escurriendo un rato, más tarde lo mezclaría con el pisto y empezaría a rellenar las obleas, que una vez listas y bien cerradas tomando la forma propia de una empanadilla irían a parar a la sartén en pequeños grupos de 5 o 6 unidades hasta completar un total de 32 empanadillas. Juan Penumbra se cuidaba muy mucho de no echar a perder ninguna oblea por varias razones o motivos pero los principales eran dos, a saber: primero, que no sobrara masa de relleno y dos, que no faltaran empanadillas que echarse a la boca por si le daba hambre en cualquier momento del día o de la noche.

miércoles, 1 de mayo de 2013

YA ES PRIMAVERA











La entrada en la ansiada primavera se ha hecho esperar y todavía no podemos cantar victoria, ya se sabe, el tiempo en primavera es imprevisible y hoy hace sol, mañana llueve y al otro ..bla, bla, bla...
Poco más o menos con su habitual tono cansino el presentador del parte meteorológico de la televisión autonómica se quitaba de encima, con tan poco originales recursos dialécticos el inicio de un espacio pseudo-informativo sobre el tiempo en el que se habla más del tiempo que ha hecho que del que seguramente hará.
A Juan Penumbra se le empezaba a acabar la paciencia y se arrepentía de no haber hecho lo que venía anunciando desde hace tiempo: No ver ningún informativo.
Todos los informativos empezaban esos días con la estampa de Bárcenas, ese elemento que bien podría formar parte del cuadro escénico de la prestigiosa serie televisiva “Los Soprano”. Esas patillas, ese peinado, esos trajes y gabardinas, ese paso decidido, que deja sin resuello al periodista más atlético que intenta seguirle. Realmente, con ese paso largo y decidido, más parece que vaya a romperle la mandíbula al mileurista que lleva la cámara. Ciertamente la realidad supera la ficción y Gandolfini al lado de Bárcenas es un aprendiz.
El canal autonómico tenía especial interés en enfatizar y señalar la corrupción de todas las otras comunidades para no tener que nombrar a los elementos de la chacinería autóctona.
En eso que Penumbra pensó en que había que cocinar algo para olvidarse de esa patulea de delincuentes que le provocaban intensos espasmos prostáticos.
Juan Penumbra provisto de una puntilla cortó y preparó unas alcachofas, peló unas habitas, arregló unos espárragos y cortó finamente una cebolleta junto a unos ajos tiernos, de una de sus macetas, cogió unas cuantas hojas de menta que lavó y dejó a mano para culminar el plato.
Las alcachofas cortadas estaba sumergidas en agua con una cucharada de harina disuelta y unas hojas de perejil para evitar que se oxidaran.
En una buena cacerola echó Penumbra un buen chorro de aceite de oliva virgen extra de Siurana, pochó la cebolleta, seguidamente echó las habitas, al cabo de seis suspiros y medio las alcachofas acompañaron a las habas, alegró el conjunto con una pizca de sal y cuando había transcurrido un tiempo prudencial no superior a doce minutos, añadió al conjunto los espárragos y los ajos tiernos, volvió a tapar la cazuela, bajó la llama del fuego y al cabo de otros diez minutos destapó para añadir las hojas de menta desmenuzadas. Llegado este punto vio que el guiso se estaba quedando un poco seco y optó por añadir un poco de agua.
Las verduritas así cocinadas, no deben cocerse en exceso, de lo contrario tendremos una pasta vegetal sin textura ni forma que no hay quien se la coma y no están los tiempos para tirar comida a la basura.