lunes, 31 de octubre de 2011

OTOÑO CON CALDITO

CAZUELITA DE GARBANZOS CON ESPINACAS


A Juan Penumbra le gusta el otoño aunque sea una estación que invita a la melancolía. Su estación preferida es el verano, el calor, los días largos, el mar los paseos; en definitiva esa forma de vida provisional del estío. Hasta hace no mucho tiempo, Juan Penumbra vivía despreciando el invierno, sufriendo el frío que vivía como una maldición, despreciando el otoño al que le atribuía las causas de los males de media humanidad y los suyos propios y solamente esbozaba una leve sonrisa cuando notaba síntomas de primavera, una estación a la que amaba tanto como desconfiaba de ella.

 Con el tiempo ha aprendido a valorar las ventajas de cada estación, -que sin duda las tienen- salir del verano para ir paulatinamente mutando los hábitos veraniegos e incorporar sin darse casi cuenta los que son propios del invierno, es una de las funciones según Juan Penumbra de esta maravillosa estación llamada otoño.

El otoño invita a cambiar los modos de vivir y la vestimenta informal del verano muda en otros atuendos y usos más convencionales, acordes con el cambio de temperatura y como no podía ser de otra manera lo que comemos también sufre una mutación no poco relevante.

Con la caída de la hoja y los primeros aires frescos apetece comer algo de cuchara que ayude a templar el ánimo y las vísceras. Se me ocurre un caldito de gallina con un hueso de jamón y otro de ternera, con los compangos que encarten y si es preciso le pondremos también un buen puñado de garbanzos a los que después propondremos diversas utilidades todas ellas exquisitas. Me viene a la memoria una de esas formas de acabar con los garbanzos del caldo, me refiero a los garbanzos con espinacas a la manera de Luz García cuando se pone el delantal.

Para esos garbanzos con espinacas necesitamos unas espinacas que habremos cocido ligeramente y tendremos escurridas.

Pongamos pues una cacerola al fuego a calentar con un buen chorro de aceite que no debe ser escaso y excesivamente abundante pues en estos tiempos no hay que desperdiciar nada ni echar por el agujero grueso todo lo que puede salir por otro más fino. Calentemos pues el aceite y echémosle un par de dientes de ajo picados para que se doren, cuidemos que no se quemen los ajos, añadamos las espinacas y removamos todo para que se mezcle bien y vaya perdiendo humedad.

Una vez evaporado el líquido de las espinacas, añadamos los garbanzos, removamos y a continuación echémosle un buen pellizco de comino; seguidamente mezclemos bien y antes de añadir una buena cucharada de pimentón de la Vera no ahumado le añadiremos un cucharón del caldo para que dé un poco de fluidez  al conjunto, removeremos y después rectificamos el punto de sal y pimienta.
Hay quien primero fríe una rebanada de pan no muy grande y después la machaca junto a los ajos fritos enteros. Aún gustándome ésa variante, prefiero no añadir pan y que los ajos estén picados y mezclados con el resto de ingredientes.

Propongo hambre y un buen vino para degustar este plato, lo demás viene solo, en el caso de que venga, claro.


sábado, 1 de octubre de 2011

MELCHOR, ACUSA LA CAÍDA DE LA HOJA




El Gallo de San Pedro

El Restaurante Casa Leopoldo tiene aires taurínos, Mi pariente Mario Cabré había comido o cenado alguna vez en aquella casa

Dando un paseo por los recuerdos Melchor llegó a un rincón de su archivo  de hechos vividos en el que no deseaba recalar de ninguna manera, pero ya se sabe que muchas veces vamos a por lana y salimos trasquilados. Lo que tenía que haber sido un revival de sucesos agradables de recordar se convirtió en una pesadilla.
Querer recordar el número de señoras con las que se ha yacido y compartido mesa y mantel es un trabajo que requiere importantes medidas de seguridad o bien tener una facilidad extraordinaria para correr velos y tupidas cortinas soslayando lo que hace daño o lo que no nos enorgullece de haber dicho o hecho.

Cuando uno recuerda lo recuerda todo, los hechos van concatenados y no es posible arrancar capítulos de lo vivido, y por ello, se impone la necesidad de elaborar subterfugios y muletillas que sin pretender ser una eficaz goma de borrar, actúan de llave de paso que desvía los recuerdos hacia otras aguas más tranquilas.

Melchor procuraba pasar los malos ratos en buena compañía, con buena comida y buenos vinos. Los malos rollos –cómo él decía- hay que saltárselos con una buena pértiga, una buena pértiga de material sintético que no se rompa cómo el bambú y acabe clavándose las astillas en el culo del alma u otras partes más sensibles y dolorosas.

Para disipar esos nubarrones que conforman lo que él llamaba mal rollo, siempre llamaba a las mismas personas, a los de su máxima confianza, que habían vivido con él muchos episodios de mal rollo y conocían con más o menos exactitud el fondo de esos días negros que asomaban de cuando en cuando y que tanto mal estar y desasosiego proporcionaban a Melchor. Los amigos no dudaban en acudir a la llamada de Melchor, eran amigos y él era amigo de sus amigos, siempre estaba a la altura de las circunstancias. Tampoco nos confundamos, no era un llorón, era un sufridor.

Uno de los más allegados era una chica de provincias que había conocido  casualmente hacía años en la barra del Dry Martini a altas horas de la madrugada. Aquella noche de sorpresas no solo descubrió Melchor que su recién regresada amiga con derecho a roce además de poseer más tetas de las que parecía, también llevaba algo en el cinto de sus vaqueros que era más que un complemento; era una pistola con su cartuchera.

Las cosas no suceden por que si, son como son y una pequeña dosis de casualidad hace que dos personas se encuentren y con la ayuda de ese aditamento llamado alcohol se diluyan las barreras ya sean estas, de timidez, de prejuicio o simplemente pereza. No nos confundamos, no todo lo puede el alcohol ni es cuestión de llenar copas, debe haber una conexión entre las personas para que éstas empatizen, relajen sus defensas y cedan sus diques de contención emocionales.

Macarena, así se llamaba la armada joven de tetas generosas, había sido destinada a Barcelona para ocupar una plaza de subinspector del Cuerpo Nacional de Policía; aceptar ese traslado era la única forma de ascender, de poder llegar al empleo de inspectora en un plazo de tiempo breve, sin embargo, eso le costó cortar una relación de años, una relación de esas que están predestinadas a acabar en el altar mayor con flores a María, olor a azahar o bien con una ruptura dolorosa motivada por unos cuernos agudos, puntuales y puestos con sentimiento de culpa posterior. Todos sabemos que esos síntomas se mitigan con infusiones de tila y largos chorros de Aguardiente Machaquito, pero no es ese el tema que nos interesa. Ése no fue el caso, su partener le dijo tu carrera o yo a lo que sin parpadear ella respondió: Yo y mi carrera.

Macarena llevaba dos meses en Barcelona, ya había estado destinada en prácticas hacía unos años, marchando a Madrid para ejercer su profesión una vez graduada. En esta etapa de prácticas conoció a Melchor y empezó su aprendizaje amoroso-gastronómico-etílico-sentimental de la mano de éste.

En el corto espacio de tiempo que llevaba en Barcelona se había ganado cierto respeto por parte de sus compañeros y sus superiores. La rabia acumulada por lo mal que llevaba su ruptura hacía que viviera únicamente para el trabajo, dedicando todo su instinto felino a putear a los camellos, a los consumidores pijos y a las putas de alto standing bajando de lujosos coches de alta gama. Todo era cuestión de enseñar la placa, pedir la documentación y echar contra el capó al propietario del coche si decía aquello de: “no sabe usted con quién se mete”... “esto tendrá consecuencias”... “todos los martes ceno con el jefe superior de Policía....”. A lo que ella contestaba dando una patada en el muslo del cabrón: si y después os la chupáis, cacho mamón...””

Después de darse un buen lote en la oscuridad del Dry Martini, Melchor dijo: ¿tienes hambre, rubia? A lo que ella respondió: ¡sorpréndeme catalino! Melchor pensó para si: te voy a sorprender en todos los sentidos.
En el coche de ella descendieron a la parte baja de la ciudad que aquella hora empezaba a poner el mantel en la mesa para cenar, un mantel con algún que otro lamparón de esos que no se quitan pero se disimulan poniendo algo encima.

Apurando los límites de velocidad y los ámbares de los semáforos llegaron a la Plaza de la Garduña en la que dejaron el coche, accedieron a la Rambla dónde se encontraron con Juan Penumbra que al ver los ojos chispeantes de ambos rehusó a sumarse al proyecto de cena, además Juan Penumbra llevaba encima lo suyo y no quería aguar la fiesta a Melchor, además había quedado con su amiga Nuria que venía de Madrid y tenía tantas cosas que contarle como ganas de verla.  Se despidieron no sin antes prometer que se llamarían para quedar y comer o cenar antes de que acabara el mes. Juan Penumbra los dejó repasando sin miramientos el escote  y el culo de Macarena que aunque ella se daba cuenta no le importaba, estaba acostumbrada y tampoco le importaba ser observada. En repetidos escarceos amorosos semi-públicos había descubierto su lado exhibicionista al que no le hacía ascos. Después de este encuentro pensó, ya tengo una cosa más que contarle a Nuria.

Melchor y Macarena subieron por las ramblas hasta llegar a la esquina de la calle Tallers en la que se encuentra la Coctelería Boadas en la que tomaron un Negroni cada uno, seguidamente, apremiados por el hambre se dirigieron a la calle Hospital y emprendieron el camino hacia Casa Leopoldo en el corazón del viejo barrio chino. Quedaba lejos para ir andando pero Melchor no quería meterse con su flamante auto en un barrio tan conflictivo.

 Rosa Gil, la propietaria del afamado restaurante les recibió con el cariño y la sencillez que dispensa a sus clientes y amigos. Una vez acomodados en una mesa debajo de la foto de Manolo Vázquez Montalbán, pidieron un plato de cap i pota para compartir en honor al hombre de la foto que les miraba con cierta simpatía, realmente parecía que MVM escrutaba con su mirada los pensamientos de ambos y que tomaba mentalmente notas para una de sus novelas.

Después de saborear el cap i pota Melchor reflexionaba sobre los motivos por los cuales estaba sentado allí, en aquel restaurante con aquella mujer que si bien le permitía esperar un agradable final de velada con cohetes y tracas, no era menos importante la compañía, la calidez de su mirada que muy a pesar de los años transcurridos y la profesión que ejercía, conservaba un toque de inocencia y candidez.

Habían pedido un Gallo de San Pedro al horno, que las expertas manos del camarero repartía en sendos platos de los de antes, de los de toda la vida: blancos y grandes, sin dibujitos ni cosas raras. Terminado el segundo sin pasar por los postres acabaron la botella de Cava Recaredo que habían pedido, pidieron cafés y grappa. Melchor pidió la cuenta, pago y se marcharon hacia la Rambla del Raval dando un paseo de dubitativos y torpes pasos hasta que llegaron a un banco en el que se sentaron dando la espalda a los potenciales peligros que podían acecharles en aquel conflictivo y peligroso barrio. Abrazados como si intentaran un intercambio térmico que mitigara el ligero temblor que se había apoderado del cuerpo de Macarena, aquel cuerpo del que él conocía todos los rincones y había observado desde todos los ángulos y perspectivas, ocultándolo  con la corpulencia, dominándolo con la fuerza de un solo brazo infinidad de veces con distintos pero nunca avaros propósitos.