El mercado municipal ofrecía un
aspecto deprimente, la mayoría de los puestos que antaño cobijaban
charcuterías, carnicerías dedicadas al cordero lechal, las pescaderías… por no
hablar de los puestos en los que se vendía verdura fresca recién recolectada, unas
patatas de excelente calidad y llegada la temporada, unas fresas que no
necesitaban azúcar ni aditamento ninguno para hacerlas apetitosas.
El mercado al que Juan Penumbra
acudía tenía en el frontispicio una lápida en la que anunciaba al público que
se había construido en 1923. Curiosamente en aquel pueblo con título de ciudad,
había otros edificios públicos que ostentaban una placa de similares
características, el mercado, la biblioteca, las escuelas, la biblioteca y el
matadero formaban parte un conjunto de obras realizadas durante los rigores
keynesianos del general Primo de Ribera, que estaba al frente de la dictadura
del mismo nombre, pero esa es otra historia.
Juan Penumbra recordaba ese
mercado, de niño, en que acompañado por su madre solía visitar a su tía
Esperanza que regentaba uno de esos puestos de verduras en los que se
despachaban los mejores tomates de la zona y los rábanos más picantes de la
comarca. Las pescaderas acostumbraban a llamar a las mujeres por su apodo o
nombre de pila, cantándoles las excelencias de la sardina, el jurel o los
pulpos con los que se podía preparar un exquisito guiso con solo unas patatas.
No dejaba de resultarle triste aquel panorama
tan desangelado, pues el ambiente de mercado obraba en Juan Penumbra efectos positivos
sobre su humor. El mero hecho de andar de acá para allá fisgoneando, mirando y
olisqueando lo que en las paradas se exponía, ejercía sobre la imaginación de
Juan un efecto vitalizante que ponía en marcha su vena culinaria y creativa.
Pero no todo eran alegrías, Juan
Penumbra tenía un carácter cambiante, voluble, que podía verse alterado por
cualquier sacudida de nalga marujíl, por cualquier sutil amago de alteración
del sacrosanto turno y vez. No solían faltarle motivos para contestar airadamente
a una de esas señoronas que con la excusa de “solo era una pregunta”, intentaba
quedarse con la merluza o el congrio con el que Penumbra acababa de entablar
amistad a primera vista.
No tengo el día se dijo Juan
Penumbra y optó por tomarse un café negro y corto, hecho y servido por la
encantadora chica del bar que se ruborizaba sólo con decirle buenos días. A
continuación recuperado el norte, entró decidido en el mercado y compró una
berenjena, un calabacín, dos cebollas y seis tomates maduros para hacer un pisto
ligerito. En la pesca salada (tiene bemoles el nombre) compró un cuarto de atún
de una de esas gigantescas latas que suele haber en esas tiendas, también se
hizo con un paquete de obleas para hacer empanadillas y huyó a paso de
legionario a su casa, donde no había nadie y por tanto podía disponer de la
cocina sin distracciones ni interrupciones. Para ello desconectó el teléfono
fijo y puso en silencio su móvil. Un lujo asiático, vaya.
Después de lavar concienzudamente
las hortalizas, peló las cebollas y las picó en brunoise, le siguió el pimiento
y después el calabacín y la berenjena, llenando sendos recipientes en los que
esperarían su turno para entrar en sartén, a saber, primero la cebolla, luego
el pimiento, más tarde el calabacín y seguidamente la berenjena. Los tomates
maduros picados y despepitados serían el último elemento botánico que serviría
de broche de oro para tal sinfonía vegetal. Minutos antes de dar por finalizada
la cocción, se rectificaría el punto de sal y se le añadiría un poco de
pimienta negra del molinillo.
Mientras el pisto perdía
temperatura, Juan Penumbra desmigó el atún y lo dejó escurriendo un rato, más
tarde lo mezclaría con el pisto y empezaría a rellenar las obleas, que una vez
listas y bien cerradas tomando la forma propia de una empanadilla irían a parar
a la sartén en pequeños grupos de 5 o 6 unidades hasta completar un total de 32
empanadillas. Juan Penumbra se cuidaba muy mucho de no echar a perder ninguna
oblea por varias razones o motivos pero los principales eran dos, a saber:
primero, que no sobrara masa de relleno y dos, que no faltaran empanadillas que
echarse a la boca por si le daba hambre en cualquier momento del día o de la
noche.