Juan Penumbra |
Juan Penumbra a esas horas tenía hambre de la buena, de la de sentarse y no comer cualquier cosa. De siempre le horrorizaba la idea de comer cualquier cosa o simular que comía engañando el estómago y los sentidos metiéndose en el cuerpo un bocadillito triangular de a un euro sacado de una máquina de vending estratégicamente situada. Si uno come un bocadillo de este tipo, envuelto en plástico, con un aspecto de producto manufacturado en un laboratorio por un robot o un sinpapeles, que para el caso da igual, con un aspecto sintético pero prometedor y con menos volumen del que sería deseable, seguro que se queda con hambre, que se queda peor que antes de comer, el bocadillito triangular de pan de molde es un aperitivo para alguien que pesa noventa kilos y ha madrugado más que un sacristán.
Entró Penumbra en la calle Sepúlveda procedente de la plaza Universidad, esa era una calle que le resultaba conocida y le caía bien, no en vano había vivido en esa calle en sus años mozos, años de júbilo, de acostarse tarde y levantarse contento. Juan Penumbra se dirigió a la Bodega Sepúlveda con la salvífica intención de tomarse una caña mientras esperaba lo que pidiera, veía la copa empañada por el frío del dorado líquido y esperaba no decepcionarse ante la posibilidad de que “el cap i pota” se hubiera terminado. Penumbra era un fervoroso partidario de la casquería y no era extraño que pidiera cap i pota de primero, cap i pota de segundo y un plato de caracoles como postre, todo bien regado con un buen vino tinto del Priorat.
Al entrar en el local, Penumbra se dio de bruces con Méndez el inspector de policía que salía a fumar, dentro estaba Biscúter que al haber perdido a su jefe y mentor que falleció en una de sus viajes a los mares del sur, andaba como alma en pena arrastrando su cuerpo por los figones de Barcelona en los que su querido jefe era bien recibido. El inspector Méndez era su confesor y amigo, el que siempre estaba cuando Biscúter tenía un bajón de ánimo.
El local estaba lleno, no había mesas libres, por lo que Juan Penumbra se empotró en la mesa de Méndez y Biscúter pidiendo acto seguido la ansiada caña al mismo tiempo que ordenaba al camarero un plato de “cap i pota” y doble ración de pan. Repasó con la mirada los platos que había en las mesas, miró a quines comían e hizo un rápido esbozo mental de las diferentes zoologías sociales allí presentes.
Por aviso de Méndez, Juan Penumbra reparó en un suculento plato de bacalao con garbanzos que sobrevolaba las cabezas de los comensales y que el ojo escrutador con incipientes cataratas de Méndez, captó en el momento de aterrizar en la mesa de al lado. Méndez señaló con la mirada el escote de una señorita que deglutía unas manitas de cerdo y chupeteaba los huesos y huesecillos de dicha extremidad porcina. La señorita en cuestión tenía los labios carnosos, el busto generoso bien recogido en un sujetador bien escogido que construía un poderoso canalillo en que cabía en móvil sin estrecheces; unas casi recién estrenadas patas de gallo eran el último adorno que concluía aquella obra de arte y la hacía más interesante todavía. Pensó Juan Penumbra que unas manos cuidadas, con las uñas pintadas en rojo que no tenían reparo en comer manitas de cerdo y rechupetear los huesos, era una mezcla explosiva que ponía de manifiesto que se trataba de una pieza de caza mayor a la que había que estudiar con tiento y prudencia para no hacer demasiado evidente el interés, la presencia y el destello del colmillo de la lujuria. Posiblemente continuará.
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