La verdad es que Méndez no tenía mucho apetito, tampoco era de comer en abundancia, sin embargo había unos platos por los que se pirraba, a saber: las lentejas, las calamares a la romana, la ensaladilla rusa (en su juventud, en saladilla nacional) y todos aquellos platos de cuchara con personalidad y entidad suficiente para comerse en plato hondo y constituir una única ración con el acompañamiento de un vaso generoso de vino corriente.
No sabía el motivo exacto pero estaba contento, se sentía feliz de poder salir de sus dominios, de su barrio y no sentir agobio ninguno pero éste no era ni mucho menos la única explicación de su alegría, de sus ganas de compartir mesa y mantel con alguien próximo con el que tuviera suficiente confianza y así compartir alguna que otra confidencia.
Méndez se dirigió a la Barceloneta en busca de una “puda” en la que degustar un plato sencillo de cocina marinera de esos que no se los salta un torero y que no forman parte de la lista de platos de la carta. No encontraba ninguna de las dos cosas que buscaba, ni la puda ni ese amigo, conocido o saludado con quien compartir mantel, palabras, unas aceitunas machacadas con un vermú de grifo.
Vio a la lejos la silueta de Carlo Navarone, el plumilla felatómano compulsivo de príapos socialistas, embustero compulsivo y gorrón inmisericorde. En otra ocasión hubiera llevado a la práctica una maniobra escapista para no encontrarse de frente con semejante sinvergüenza, pero esta vez se dijo que aprovechando que Barcelona tiene puerto de mar y está flanqueada por dos caudalosos ríos que son el Besós y el Llobregat, sería capaz de reprimir la náusea y tener ante si durante no más de dos minutos a semejante mamón.
Este era un espécimen que no encajaba en nada con los personajes que Méndez había lidiado durante su larga vida profesional que ya estaba llegando a su fin. Navarone no era un delincuente propiamente dicho, lo que lo hacía repulsivo y merecedor de un par de bofetadas era su inmensa cara dura, su facilidad para mentir y pintar una realidad que solo está en el universo de su conveniencia. Todo sea por la causa, su causa.
Finalmente Méndez tropezó con Francisco Rodríguez Ledesma ese gran escritor de novela negra que vio entrar en Barcelona junto a su padre a los moros de Juan Yague, el carnicero de Badajoz aquel frío día de enero de 1939. Acompañaba a Rodríguez Ledesma un viejo amigo de los dos en el que Méndez preso todavía de la náusea no había reparado, se trataba de un portero de la Monumental que siempre le franqueaba el paso a Méndez sin preguntar si estaba de servicio. Su nombre era Domingo Romaguera, “Mingu” para los amigos de siempre que no eran pocos. Mingu era un viejo militante de las J.S.U que al regresar del campo de concentración de Albatera pasó a formar parte de una larga lista de indeseables para los que el trabajo era sistemáticamente vetado, la España del nuevo régimen era así, implacable con sus enemigos. Mingu sobrevivió a la asfixiante atmosfera del franquismo con no pocas dificultades y pudo llevar una vida digna de tres comidas al día gracias a las recomendaciones de un conocido torero barcelonés.
Al reconocerse los tres adivinaron que a la hora que era no había tiempo que perder, que sin más dilación había que buscar una puda en la que comer un plato hondo, humeante, con buen olor, cocinado al amor de la lumbre por unas manos expertas aunque de aspecto rudo. Esta vez sería unas patatas con pulpo con su cucharada de allioli que cocinaba Amparo en uno de esos garitos de la Barceloneta en los que no entraba el sol pero si el olor a mar, a salitre y el agrio hedor de los sudores mundanos lejos de las modernidades y los neones de diseño de la nueva Barcelona diseñada por Maragall y bendecida por Porcioles.
Amparo presumía en voz baja de sus patatas con pulpo, que eran las mismas que iba a comer Buenaventura Durruti en vida de su madre y su abuela, las iniciadoras del comedero popular en el que se habían quitado el hambre más de un perseguido. Las malas lenguas dicen que Don Alejandro Lerroux se había provisto allí mismo de algún que otro bocadillo de sardinas envuelto con hojas de la Vanguardia.
Amparo acomodó como pudo a los tres comensales, no hizo falta que ninguno de ellos abriera la boca, entraron, Amparo los vio y les hizo una señal que entendieron a la primera, la siguieron como quien seguía antiguamente al acomodador de un cine.
Serán tres de lo que haya -dijo el escritor-, a lo que Amparo contestó: al pulpo con patatas le quedan cinco minutos, les traigo unas olivas y un vermú de grifo del Masnou, ¿hace? Los comensales asintieron los tres a la vez. El primer trago de vermú hizo soltar le lengua a los tres amigos-conocidos-más que saludados y abrieron un debate sin salida sobre si la comida de antes era mejor que la de ahora y si los mejillones de la posguerra eran más grandes o más sabrosos que los actuales. Mingu empezaba a cabrearse un poco, pensaba que para enjuiciar semejante asunto hay que haber padecido su hambre continuado, seguido, sin solución de continuidad durante tiempo, mucho tiempo. Para Mingu una cosa es el hambre del campo de concentración y otro bien diferente es el hambre de la cartilla de racionamiento. Mingu remató el asunto diciendo: primero, los mejillones de la posguerra pasaban tanta hambre como nosotros, segundo: antes no había la cantidad y la variedad de comida que hay ahora y los poderes adquisitivos tampoco eran lo que son ahora, ¿vale? Pues venga, a comer y a callar.
Wow, qué plato más delicioso, Narcís, este te lo copio como las alubias con coliflores. También suculenta es la historia¡
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