No conviene vivir de espaldas al tiempo pasado, saber de dónde venimos, qué hacían nuestros antepasados, qué comían, cómo se divertían, qué pensaban...
Sólo así podremos encontrar alguna explicación a lo que somos ahora y salir de nuestro agostado asombro.
No dejemos de preguntar, estudiar y hurgar para tener conocimiento del pasado.
Parece ser
que el sábado es el día habilitado para pertrechar la despensa y la nevera y yo
que para esas cosas soy muy tradicional y hasta conservador, me dedico
plenamente a esas labores.
Con pose de
avezado explorador de viandas, me acerco a las paradas del mercado y con adusto
ademán rechazo las conminaciones a la compra de alguna vendedora. Ya van
conociéndome...
El sábado
pasado fuera de los dominios del mercado, encontré una carnicería en la que se
exponían carnes de aspecto interesante. Me incliné por comprar un trozo de
ternera de la parte del cuello que además de económico, es muy tierno y
sabroso.
Camino de
mi casa contemplé la posibilidad de cocinar un interesante plato de la cocina
italiana a la que admiro, me refiero al “vitello tonnato”. Muy pronto deseché
la idea, esta preparación requería un prolongado marinado de la carne y se me
ocurrió que quizá la salsa que lo debe acompañar es demasiado rica en grasas.
Por ello me decanté rápidamente por una fórmula que derrocha empirismo por los
cuatro costados.
Al entrar
en la cocina, la olla a presión me saludó desde su rincón en la estantería con el
inconfundible ruido que generan las tapas de olla a presión antes de caer.
Uniendo la
acción al pensamiento descolgué la olla a presión de su retiro estival, le di
un repaso con "mistol" bajo el chorro de agua secándola posteriormente con sumo cuidado. Mientras esto sucedía, las
ideas se agolpaban en mi sesera en la sección yantares y cocineos.
A ojo de buen cubero, calculé si el trozo de
carne atada con bramante cabía en el fondo de la olla, decidí que así era.
Acerqué la olla al fuego, le eché un chorro de aceite del bueno, dejé que se
calentara sin humear; mientras salpimenté la carne y acto seguido la deposité
en el fondo de la olla con la intención de dorarla. Conseguido esto, añadí un manojito
de hierbas, cebolla, ajos y una generosa ración de vino blanco de Gandesa de
probada virilidad; pensé que un vaso de agua del grifo le vendría bien si le
daba sed y lo añadí sin dudar.
Tapada la
olla, le di fuego hasta que el odioso silbato comenzó su tortura auditiva, bajé
la intensidad del fuego y dejé transcurrir media hora, apagué el fuego y me
acosté.
Al día
siguiente, destapé la olla y un olor agradable golpeó mis meninges. Comprobé la
jugosidad de la carne, el punto de cocción y el punto de sal hundiendo un dedo
en el fondo que seguidamente chupé sin piedad. Se me ocurrió que aquella salsita tan suave
sería más feliz acompañada de unes setas, por lo que eché mano de un bote de
boletus deshidratados y unes cuantas trompetas. Procedí a rehidratar las setas
con agua templada, saqué de la olla los ajos y la cebolla que trituré y volqué
de nuevo sirviéndome de un colador chino. Ese añadido o segundo
vuelco, dio más consistencia a la salsa y más sabor también. Las setas pedían
paso y no las hice esperar, bien pronto notaron el calor del fondo de la olla y
se hermanaron con los jugos de la carne, el espíritu de la cebolla y los ajos
así como la muda presencia del manojo de hierbas.
La carne
templadita se corta mejor, por lo que
había dispuesto una tabla y un cuchillo jamonero para filetear con acierto la
pieza en cuestión. No le hice esperar, la fileteé y acto seguido con mucho
cuidado la fui disponiendo sobre la salsa, los boletus y el manto de Lucifer.
Le di un suave meneo apagué el fuego y después de rezar dos jaculatorias me
serví una generosa ración.
Que les
aproveche.