martes, 28 de junio de 2011

OCASIONES PARA EL AFECTO


Dedicado a una amiga que sé que me lee con atención....

Juanito Valderrama iba perdido, andando por Barcelona, aquella era mucha ciudad para él acostumbrado a moverse por pueblos y ciudades más manejables, por su tamaño más acorde con la medida del hombre. Cada vez que venía a Barcelona Juan Penumbra acababa siempre recogiéndolo del hotel y llevándoselo a su casa. Los hoteles eran lugares inhóspitos, tristes e impersonales por muchas comodidades y atenciones que le dispensara el personal. Mucho paripé para nada se decía a sí mismo el pobre Juanito harto de tanta monserga y platos de comida que no sabían a nada.

Juanito Valderrama no era ningún iletrado carente de visión, no nos confundamos. Él sabía que aunque las grandes urbes como Barcelona le apabullaran, allí había sustancia, poso societario, historia en definitiva y si hay historia es que han pasado cosas y si pasan cosas donde viven muchas personas de todo tipo, es que hay conflictos y si hay conflictos hay luchas que unas veces se ganan y otras se pierden pero que en definitiva esta es la historia de la humanidad y no hay más cera que la que arde.

 Juanito tenía una forma muy simple para definir esto que se debe a sus saberes chusqueros y que se reduce a: Nunca de un pueblo de cien habitantes ha salido una idea que hiciera avanzar a la humanidad”. Por este y otros motivos Juanito Valderrama tenía una admiración por Barcelona, por su historia, por las cosas que allí han sucedido, por las historias que Juan Penumbra y otros le contaban en la mili. Tenia una incondicional admiración por “El noi del sucre” por Joan Peiró y muchos otros.

Esta vez llamó a su amigo Juan Penumbra antes de lo que era habitual en él. Normalmente Juanito aguantaba tres días en el Ritz y al cuarto llamaba a Juan con la excusa de que: “no iba a pasar por Barcelona y no voy a irme sin decir ni hola ni adiós”. Juan Penumbra captaba el mensaje, no en vano una amistad tan larga que se fraguó en la mili, el las laderas del Monte Gurugú, debía dar para esto y más. Juan Penumbra decidió adelantarse a la perorata de Juanito y le espetó directamente: a las dos en Casa Alfonso. Juanito no pudo responder, algo muy raro le sucedía. Un nudo del tamaño de su corazón se le había puesto en la garganta, los ojos humedecidos y una sensación de no saber si ese nudo era por pena de si mismo o por alegría, esa alegría que se experimenta cuando uno cree que está más solo que la una y de golpe y porrazo aparece ese amigo de toda la vida que aunque no tiene un duro tiene una espalda muy ancha capaz de cargar con muchas penas propias o ajenas.

Juanito tomó aire, una bocanada de aire barcelonés cargado de humedad y monóxido de carbono que le ayudó a deshacer ese nudo que le agarraba la garganta y casi le dificultaba el resuello. Una copa de anís Machaquito acabó de rematar la función desatascadora  de gaznates que provoca la suma de Machaquito+Monóxido de carbono+aire barcelonés.

Recuperado ya, se dispuso a hacer el equipaje, pedir la cuenta y salir zumbando al punto de encuentro con su amigo del alma.

Camino de Casa Alfonso Juanito pensó en las veces que había hecho este recorrido con o sin maletas, triste o contento, solo o acompañado. El balance no era favorable a los buenos momentos. ¿Qué más da? pensó.

Al entrar, el dueño del establecimiento le saludó con simpatía, le dio la bienvenida sin empalagos ni tonterías y le sacó un catador que llenó con manzanilla la Gitana. Tome usted maestro vamos a brindar por la penúltima faena del Maestro de Galapagar, ¡sea! contestó Juanito.

En nada llegó Juan Penumbra: abrazo interminable con lágrimas por ambas partes. “Collons Nitu” ¡siempre me haces lo mismo! me llamas cuando estoy cocinando y tengo que plegar velas, guardarlo todo y salir zumbando para Barcelona.

No me lo tomes a mal hombre, yo no quería que te tomaras la molestia, solo quería saludarte. En cualquier caso ya estoy aquí, “Nitu”. Bueno ¿Qué hacemos ahora? ¿Nos tiramos al tren o a la mujer del maquinista? Calma, dijo Juanito, vámonos al Restaurante 7 PORTES, yo te invito. Juan Penumbra estaba de los nervios pero seguía el ritual acostumbrado que se limitaba a hacer el remolón y a leerle la cartilla a Juanito, es decir, echaba una de cal y otra de arena. Penumbra siempre le comentaba la comida que tenía en casa a medio cocinar y que corría el riesgo de echarse a perder.

De de haberme llamado por la mañana temprano te hubiera recogido y comeríamos en casa tan ricamente y más barato. Esta era la retahíla habitual que le soltaba Juan Penumbra al solitario Valderrama. Todo un ritual en el que cada uno respetaba los tempos.

Penumbra no era hombre de posibles y miraba mucho por el dinero al contrario que Juanito que era un poco manirroto. Juanito tenía un problema serio que no era otro que la soledad y era capaz de invitar a cualquiera con tal de no comer solo.

Juan Penumbra aceptó la invitación no sin antes hacerle prometer a Juanito Valderrama que después del ágape tomarían la carretera de la costa rumbo a la casa de Penumbra y se instalaría en su casa los días que le apeteciera.

Juanito Valderrama recordaba los menús habituales en la casa de Juan Penumbra. Unos arroces que podían ser de marisco o de carne, de bacalao a la antigua o de acelgas, eso si no hacía un mixto de acelgas y sardinas que estaba para chuparse hasta los codos. No eran menos exquisitos los platillos de tripa de bacalao o esas cazuelitas de bacalao ajoarriero en las que se mojaba pan a mansalva. En invierno que era una época que a Valderrama le gustaba pasarse por casa de Penumbra, degustaba los potajes de todo tipo con su compango variado y contundente, los cocidos, y esos asados al horno mixtos en los que se podía encontrar pollo de corral, costilla de cerdo ibérico y butifarras sin faltar un puñadito de setas que daban alegría al conjunto. Los vinos eran modestos: para diario tinto del Priorat o blanco de Gandesa a granel y en las fiestas de guardar se descorchaba alguna que otra botella de Rioja alavesa, Priorat o Ribera del Duero, sin nombrar los excelentes cavas del Maresme.

Al final todo se resume a compartir algo con alguien, tenga el valor que tenga y valorar esas cosas intangibles que no tienen precio, que están ahí aunque no siempre las veamos y que hay que disfrutarlas cuando aparecen si todavía estamos lo suficientemente vivos para darnos cuenta.

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